El ser de la tapia.

El ser de la tapia.

Esto es una experiencia real. Yo vivía de pequeño en una granja. Cuando tenía diez años aproximadamente, en verano de 1976, al atardecer, una vaca tuvo un accidente en un pesebre. Se cogió la cabeza y no podía sacarla. De los tirones que dio, ella misma se mató. Como la vaca estaba sana, los trabajadores de la granja, entre ellos mi padre, la cogieron para aprovechar la carne. Estuvieron hasta muy tarde trabajando con la ayuda de las mujeres y los niños aprovechamos esas horas en las que normalmente ya estábamos metidos en casa para estar jugando de noche.

No sé qué hora sería. Las once o las doce de la noche. Recuerdo que había relámpagos, aunque no había nubes. Yo, a esa edad, aunque era pequeño, ya me había aficionado a ver el cielo y sabía que para que hubiera relámpagos era necesario que hubiera nubes. Pero no las había. Posiblemente fuera una tormenta lejana. Pero tampoco había truenos.

Jugábamos al escondite. Allí había muchos sitios para esconderse. La granja era muy grande. Yo me escondí en la parte donde pesaban a las vacas. Había una especie de corredor por donde entraba el animal y lo bañaban con aspersores de agua y luego entraban en una báscula y de ahí, a un pequeño muelle por dónde pasaban al camión para su traslado.

Aquél corredor tenía una tapia al exterior. Ahí fue donde lo vi. Y hoy, que tengo 57 años, lo tengo en la mente grabado como si lo hubiera visto ayer. Por encima de la tapia, vi a alguien asomarse, como quien saca la cabeza. Pensé que podía ser uno de los niños que jugaban conmigo escondido, pero no. Tenía el pelo rubio, muy claro. Pero era un peinado extraño, como si los pelos fueran muy gruesos o estuvieran trenzados. Imaginaros una fregona, pues así tenía el pelo o eso me pareció. Los ojos eran achinados y me estaban mirando. La nariz ya estaba tapada por la tapia. Lo extraño de todo era que para asomarse se tenía que haber subido en algo pero allí no había nada para subirse. La tapia podía tener dos metros de altura, así que aquello que vi, era muy alto, pasaba los dos metros, y el hecho de que no le pudiera ver la nariz, daba la sensación de que estaba un poco agachado.

Me entró miedo y salí corriendo. Se lo conté a mis amigos y volvimos al sitio, pero allí no había nadie. Yo no sé si sería imaginación mía, que lo dudo, pero el caso es que lo vi. O vi algo que me hizo parecer lo que vi. No tengo ni idea.

Pero esa imagen se me quedó grabada en la cabeza para siempre. Tanto, que en mi novela ‘El andaluz que viajó a las estrellas’ aparece. Me moriré con la duda de lo que vi. O no. Quién sabe si volveré algún día a verlo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *