Aquella Mili – El lanzamiento de granadas

Aquella Mili – El lanzamiento de granadas

VAMOS A DISPARAR
Nos llevaron andando a un campo que había detrás del CIR al que se accedía pasando por unas vías de tren abandonadas. Era como una cantera. Sacos de arena que hacían una pequeña muralla de altura parecida a la humana en el filo de un barranco.

El teniente Monasterio nos dijo que nos iba a enseñar el lanzamiento de granadas. Yo la imagen que tenía de la granada era la misma que utilizaban Mortadelo y Filemón en las misiones de la TIA. Pero la que tenía el teniente en sus manos no era en forma de piña. Era como un cilindro negro feísimo. No tenía argolla para hacerla explotar. Era una especie de chapa pegada al cilindro que cuando la apretabas y la soltabas, entonces explotaba segundos después, los justos que tenías tú para lanzarla al objetivo y que no te amputara la mano.
Monasterio pidió un voluntario y no salió nadie, como era normal; había una regla no escrita que decía que voluntario ni para comer. Que no había que llamar nunca la atención ni para lo bueno ni para lo malo.
El teniente nos llamó de todo, que si maricones, cobardes y todos sus insultos de siempre, que tampoco es que tuviera una variedad enorme, muy limitado en eso. En eso, y en muchas cosas más. Yo creo que en el fondo se alegró de que no saliera nadie. O por su experiencia, ya sabía que nadie iba a salir e hizo el papel de que pedía un voluntario para quedar bien. Así que se puso detrás de los sacos, cogió la granada, apretó el disparador, lo soltó y lo lanzó gritando «hacerlo como si tirarais una piedra haciendo arco para que caiga lejos».
Yo no sé si cayó lejos o no. Lo hizo al fondo del barranco pero aquello tronó de tal manera que nos pareció una bomba. Yo me quedé petrificado de horror. Los oídos me pitaban. El suelo temblaba aún. Pero no era así. Tembló en el justo momento de la explosión. Las que estaban templando eran mis piernas. No sé cuánto tiempo estuvimos en silencio, congelados. Despertamos de pronto cuando el teniente gritó el nombre del primero de la lista para que empezáramos a lanzar las granadas. Ya no nos libramos. Las explosiones eran continuas. El olor a pólvora se te metía hasta el último rincón del cerebro a través de la nariz. Cuándo me tocó a mí tuve la sensación de que no era yo quien hacía aquello. La mano me temblaba, me pusieron un bolígrafo en la boca para que lo mordiera y no me estallaran los tímpanos. Lancé la granada con la fuerza más grande que yo había tenido jamás. A la vez que pensaba en mi madre. El niño que había en mí empezó a desaparecer en aquel justo momento en que mi granada explotó y yo me tiré al suelo mientras caía arena y polvo sobre mi cuerpo.
Cuando terminamos, el teniente Monasterio nos miraba disfrutando por habernos hecho pasar miedo.
— ¿Habéis pasado miedo, mariconazos?
— ¡No, mi teniente! — gritamos todos.
El teniente sonrió con asco. Nos miró con el máximo desprecio y nos dijo:
— Que sepáis que habéis estado utilizando granadas de fogueo. Si hubieran sido de verdad,
estaríais todos muertos. Quedamos todos desconcertados, con una gran sensación de ridículo. Si el fogueo era eso, cómo serían las granadas de verdad. Y lo peor, como sería la guerra.

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