Al toque de Diana

Al toque de Diana

LA PRIMERA DIANA.

Me desperté antes de tiempo. No llegó a hacer falta que sonara mi reloj. Se veía claridad por la ventana. Era mayo y amanecía pronto. Eran las siete menos cuarto. Nos habían dicho que al toque de diana teníamos que bajar corriendo, siempre corriendo, a formar. Así que estaba alerta. Miré hacia el vasco y estaba totalmente frito.

Sonó puntualmente el toque de diana y se encendieron las luces. Entraron los instructores como locos gritando de nuevo. Gritos, siempre gritos.

— ¡Vamos niñas, levantaros ya! ¡Salid a formar! ¡Bajad cagando leches que parecéis tontas, estáis empanás! ¡Os vamos a quitar el empanamiento y  xxxxxxxx! ¡Vais a cargar el CETME hasta que no sintáis el cuerpo si no bajáis rápido!

Yo me tiré de la litera al suelo sin recordar que era un tercer nivel. Fue un buen golpe. Aprendí que tenía que bajar por la escalera o aquello terminaría matándome. Mire al vasco que se despertó con los gritos e iba más lento que yo vistiéndose.

— Vamos tío, vamos corre, corre que no llegamos — le apuré.

Pero teníamos suerte de estar en medio de la compañía. Como ya dije, que xxxx más grande dormir en el fondo porque tenías que hacer doble recorrido.

Llegamos abajo, mal vestidos, despeinados, con cara de agotamiento. En la puerta estaba el

teniente Peláez como el Can Cerbero de las puertas del infierno.

Ahí vimos lo que era un pase de diana la primera vez. Nos pasaron lista y todos esperábamos a

que le llegara al recluta Domingo. Gritó ¡«Presente!» con toda su alma y pasó al siguiente.

Al terminar la diana nos mandaron subir, afeitarnos y nos dieron tiempo para ir al comedor a

desayunar. A las ocho de la mañana debíamos estar formados en la puerta de la compañía para comenzar las tareas propias del campamento.

No nos gritaron para que subiéramos pero las prisas se nos habían metido en la sangre. Todo era correr. Todo consistía en llegar el primero. Llegué a mi camareta, de mi taquilla cogí los utensilios para el afeitado y cuando entré en la habitación donde estaban los lavabos me di cuenta con horror de que estaban todos ocupados. ¡Pero si aquí podemos haber cien personas, ¿ cómo sólo puede haber diez lavabos?! Las matemáticas cayeron implacables sobre mí, mientras me daba cuenta de que no disponía de tiempo suficiente para asearme e ir a desayunar. A ver cómo me las ingeniaba. Porque afeitarme me tenía que afeitar, era obligatorio. Mientras esperaba encontrar un hueco me di cuenta de que en aquella estancia había lavabos. Pero sólo lavabos. ¿Dónde se meará y cagará aquí?

Porque es otra de las cosas que necesita uno hacer nada más que se levanta.

Le pregunté al que acaba de terminar el afeitado y me dijo que en las letrinas, que estaban fuera. Que lo mirara en el plano que nos habían dado durante la noche. Vaya, ¡otra tarea más para hacer entre las siete y las ocho! Me afeité corriendo, haciéndome sangrar la cara y salí de la compañía en busca de las letrinas. No estaban lejos, justo detrás, pero ¡Dios mío, que aspecto tenía aquello!.

Ocho letrinas ¡Ocho para cien! Sucias, llenas literalmente de mierda del que hubiera estado antes, o del anterior, quién sabe. Allí por más que tirabas de la cadena, el agua no limpiaba. Menos mal que eran letrinas y no te tenías que sentar en ningún lado, porque entonces la infección sería segura. Tenían puerta, aunque por abajo estaban descubiertas, así se podía ver si estaban ocupadas. La puerta te daba algo de intimidad, lo cual se agradecía. Miré la hora. Las ocho menos veinte. No me daba tiempo a ir al comedor, que estaba bastante lejos. Así que la primera mañana la pasé sin desayunar. Sólo un zumo de lata marca Libbys que mi hermana había metido en mi petate.

Tendría que aprender a organizar mi tiempo si es que aquello era organizable de alguna manera.

Que sensación de caos, de mal diseño, de hacer las cosas tremendamente mal. Me pregunté si así organizarían las guerras nuestro Ejército. Si fuera así, en ese caso, estaríamos perdidos.

A las ocho estábamos todos formados en la puerta de la compañía. A gritos nos hicieron ir pasando uno a uno adentro para darnos toda la ropa de faena y de «bonito», que era la que uno se pondría para salir de paseo o días especiales como el de la Jura de Bandera. Ello incluía las botas, los zapatos, la gorra, la boina, la ropa interior que parecían los calzoncillos de mi abuelo, calcetines, etc. Había algo de ilusión al tomar la ropa por primera vez. Con qué poco se ilusionaba uno metido en una zona donde el desconcierto campaba a sus anchas. Cuando todos tuvimos la ropa, nos volvieron a formar por estatura, desde los más altos a los más bajos y así supimos tener nuestro sitio para siempre. Se formaba más rápido y se sabía de momento si alguien faltaba. Por fin, algo de cordura y orden, pensé.

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