El camino

El tren paró en la ciudad de Córdoba y de pronto comenzaron los gritos. Desde el andén policías militares nos gritaban que bajáramos a toda prisa. Los policías militares eran escogidos. Policía militar no podía ser cualquiera. Tenían que ser fuertes y altos, lo que ya indicaba que mi destino sería cualquiera menos ese. Sus uniformes caquis, con sus trinchas, sus cabos blancos con las iniciales P.M. con su cinta por la barbilla les daban la misma personalidad y entidad que un tricornio a un Guardia Civil.
Yo pensaba que había sucedido algo grave. Un incendio o algo que nos tenía que hacer bajar del tren a toda prisa. Cogí mi petate y salté despavorido hacia la puerta donde se formó un tapón de reclutas queriendo salir todos a la vez al compás de los gritos cada vez más fuertes de los policías militares.
— ¡Venga abajo, que estáis dormidos! ¡Que traéis una caraja encima! ¡Venga todos a formar en la explanada! ¡Y ni un grito ni una voz, venga cojones que os dormís, que estáis amariconados todos, parecéis niñas!
Mi mente estaba bloqueada. La algarabía que yo había vivido en el trayecto en tren se había convertido de pronto en silencio y aquello que vivía ahora no sabía describirlo. Prisas, gritos, pero sin un destino final claro, corríamos, sí, ¿pero hacia dónde?
Al salir de la puerta de la estación, en la explanada vimos a otro grupo de soldados que empezaron a nombrarnos a cada uno de nosotros y nos iban colocando en una fila. Fueron acudiendo cada cual a su llamada y yo fui uno de los últimos por mi apellido. Era algo que estaba acostumbrado desde el colegio pero aquí me inquietó porque me hizo estar demasiado visible fuera de la multitud.
Nos ordenaron «¡a cubrirse!» No sabíamos lo que era eso.
— Poned la mano derecha tocando con los dedos el hombro de vuestro compañero. Pero rápido, maricones, que no sabéis ni estar derecho. Rozar con los dedos, no poner la mano encima. ¡Es que no es enteráis! ¿Venís sordos de mamar de la teta de vuestra madre o qué? Estáis en el Ejército español y aquí no queremos payasos. El que no valga que no se crea que se va a ir a su casa. Va a estar limpiando letrinas hasta que se muera — gritó un policía militar.
Todo esto a voces. Nadie hablaba. Nadie comentaba. Todos los charlatanes del tren, todos los valientes estaban mudos como yo. Eso me hizo sentir bien. Ahora ellos eran como yo. O yo como ellos. El miedo nos igualaba. Nos subieron en fila a uno de los muchos autobuses que había en la explanada y que nos llevarían al Centro de Instrucción de Reclutas, en Obejo, cerca de Cerro Muriano, en la Sierra Morena de Córdoba.
Aquella mili. Yo hice la mili. Alfonso Saborido Salado. Todos los derechos reservados. Registro de la Propiedad Intelectual de la Junta de Andalucía número 04 / 2021 / 4720. Prohibida su copia o reproducción si en el permiso del autor
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